Les dejo el hermoso cuento que leyó la seño Paola.
LA MAESTRA VIRTUDES CHOIQUE
Había una vez una escuela en medio de las montañas. Los chicos llegaban hasta allí a caballo, en burro y a patas. Como suele suceder en esta clase de escuelitas, tenía una sola maestra, una solita, que hacía sonar la campana y también hacía la limpieza; encima era una maestra llena de inventos, cuentos y expediciones. Se llamaba Virtudes Choique. Vivía en la escuela. Cantaba con la guitarra. Los chicos no se perdían un solo día de clase. Porque la señorita Virtudes tenía tiempo para ellos, sabía hacer mimos, y de vez en cuando jugaba con ellos. La cuestión es que un día Apolinario Sosa volvió al rancho y dijo a sus padres: ¡Miren lo que me ha puesto la maestra en el cuaderno! El padre y la madre miraron, y vieron unas letras coloradas. Como no sabían leer, pidieron al hijo que lo hiciera: Señores padres: les informo que su hijo Apolinario es el mejor alumno. Sus padres abrazaron al hijo, porque si la maestra había escrito aquello, ellos se sentían bendecidos por Dios. Sin embargo, al día siguiente, Juanita González llevó a su casa algo parecido: Señores padres: les informo que su hija Juanita es la mejor alumna. Así los 56 alumnos de la escuela llevaron una nota que aseguraba: «Su hijo es el mejor alumno». Y así hubiera quedado todo, si el hijo del farmacéutico no hubiera llevado su felicitación. Porque, el farmacéutico don Pantaleón Pérez, apenas se enteró de que su hijo era el mejor alumno, escribió una carta a la profesora Virtudes: Mi estimadísima, distinguidísima y hermosísima maestra: El sábado que viene voy a dar un asado en honor de mi hijo. Usted es la primera invitada. Le pido que avise a los demás alumnos, para que vengan con sus padres. Muchas gracias. Pantaleón Pérez. Ese día, cada chico se fue corriendo a su casa para avisar del convite. Todo el mundo bajó hasta la casa del farmacéutico. Ya estaba el asador y varias fuentes con pastelitos. Mientras la señorita Virtudes cantaba, el mate iba de mano en mano, y la carne se iba dorando. Don Pantaleón dio unas palmadas y pidió silencio. Hizo ejem, ejem, y dijo: Señoras, señores, vecinos, niños. Los he reunido para festejar una noticia que me llena de orgullo: Mi hijo acaba de ser nombrado por la maestra, doña Virtudes Choique, el mejor alumno. Por eso, los invito a levantar el vaso y brindar por este hijo que ha honrado a su padre, a su apellido, y a su país. Contra lo esperado, nadie levantó el vaso. Nadie aplaudió. Nadie dijo ni mu. Padres y madres empezaron a mirarse unos a otros. El primero en protestar fue el papá de Apolinario: Yo no brindo nada. Acá el único mejor es mi chico, Apolinario. Pero ya empezaban los gritos de los demás, porque cada cual desmentía al otro diciendo que el mejor alumno era su hijo, cuando pudo oírse la voz firme de la señorita Virtudes: ¡Cuidado con lo que están por hacer! Todos miraban fiero a la maestra. Por fin, uno dijo: Maestra, usted ha dicho mentiras. Usted ha dicho a todos lo mismo. Virtudes dijo: Yo no he mentido. He dicho una verdad que pocos ven, y por eso no creen. Voy a darles ejemplos: Cuando digo que Melchor es el mejor, no miento. Melchorcito no sabrá las tablas de multiplicar, pero es el mejor arquero de la escuela. Y cuando digo que Apolinario Sosa es mi mejor alumno, tampoco miento. Y Dios es testigo que aunque es desprolijo, es el más dispuesto para ayudar en lo que sea… ¿Debo seguir explicando? Soy la maestra y debo construir el mundo con estos chicos. ¿Con qué levantaré la patria? ¿Con lo mejor o con lo peor? Todos habían ido bajando la mirada. Entendieron que cada defecto tiene una virtud que le hace contrapeso. Y que es cuestión de subrayar, estimular y premiar lo mejor. Ese día, comieron más felices que nunca.
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